El Rey Alfonso XII, muerto en su dormitorio del Real Palacio de El Pardo. A su vera, la Reina Doña María Cristina.

Alfonso XII no fue un hombre con suerte. Políticamente se le recuerda por muchos logros importantes para el país, pero fueron sus avatares humanos los que calaron mucho más hondo en sus súbditos, sobre los que reinó durante diez años. Tan querido fue que, 37 años después, en 1922, fue inaugurado el monumento más grande de Madrid en su honor. Fue financiado por suscripción popular y desde entonces preside el estanque del madrileño Parque del Retiro.
Se enamoró de su prima Mercedes de Orleáns y se casó con ella, pero la joven murió con 18 años, pocos meses después de contraer matrimonio. El romance dio lugar a las coplas más sentidas y recordadas en la Villa y Corte. Se casó después con María Cristina de Habsburgo, a la que dejó viuda, con dos huérfanas y embarazada del que al nacer sería proclamado su sucesor, el futuro Alfonso XIII.

La tuberculosis se llevó a Don Alfonso de Borbón y Borbón un 25 de noviembre de 1885, cuando sólo le faltaban tres días para cumplir 28 años. Se le sabía enfermo, pero nada hacía prever un desenlace tan inmediato. Aquella misma mañana había recibido al Conde de Solms, embajador de Alemania, con quien despachó asuntos de Estado. Pero todo se precipitó desde aquel encuentro oficial. Horas después, su madre, la Reina Isabel II, fue informada mientras asistía a una representación en el Teatro Real de que su hijo agonizaba.

Alfonso XII murió en su dormitorio del Real Palacio del Pardo acompañado de una inconsolable María Cristina. Desde aquel momento, los cronistas de la época describieron con todo detalle cada uno de los acontecimientos que acompañaron al Rey difunto hasta que, a las cuatro de la tarde del 30 de noviembre, su cuerpo descansó definitivamente en el Panteón de los Reyes del Monasterio de El Escorial.

La muerte del Rey.

 La cámara en la que murió el Rey era una espaciosa habitación con dos balcones que daban a la fachada principal del Palacio. A la derecha de la cama había un sillón y, más allá, una mesa de noche con retratos de la Familia Real.

La Reina, sin más ayuda que la del primer médico de cámara, el doctor Camisón, quiso encargarse de lavar y preparar el cadáver, que de nuevo fue colocado en la cama de hierro dorado en la que murió. Don Alfonso, entre sus manos, sostenía un crucifijo, el mismo que le regaló el cardenal Bueno cuando, durante su exilio en Roma, le administró la Primera Comunión, a los diez años. Costó mucho aquella noche separar a la Reina de su ya difunto marido para obligarla a descansar. A las siete de la mañana del 26 de noviembre comenzaron a celebrarse las primeras misas en la estancia, dichas por los capellanes de honor y sacerdotes del Real Sitio de El Pardo. Hacia las diez, después de una ligera autopsia, el cadáver comenzó a ser embalsamado, pero antes, y por encargo de la Reina, el doctor Camisón cortó un mechón de los cabellos de Alfonso XII. El embalsamamiento se realizó en una estancia contigua al dormitorio y llevó largo tiempo por el mal estado en que se encontraba el cuerpo. Le fueron administradas 25 inyecciones de un litro cada una.

A las cuatro de la tarde de aquel mismo día llegó el féretro que habría de acoger al Rey: estaba forrado de tisú de oro, con una caja interior de zinc forrada a su vez con seda blanca. Los encargados de vestir a Alfonso XII fueron el Conde de Revillagigedo y el Duque de Bailén, ayudados por el Marqués de Mancera, cuyos padres amortajaron, en 1833, a Fernando VII. Le pusieron el uniforme de Capitán General de gala, un traje que había estrenado aquel mismo año el día de Reyes. Sobre el uniforme, se colocaron el Toisón de oro, la Banda de San Fernando, la Medalla Austríaca y las veneras e insignias de las cuatro Órdenes Militares.
La capilla ardiente se instaló en la misma alcoba. El féretro se colocó sobre una mesa cubierta de ricos paños y flores naturales, y allí, a sus pies, continuaron orando durante todo aquel día y la madrugada del siguiente la Reina viuda y la Real Familia. Los sirvientes del Rey velaron su cadáver y el cardenal Benavides, el obispo de Madrid Alcalá y los capellanes de Palacio continuaron celebrando misas.

A las once de la mañana del día 27 de noviembre, el ministro de Gracia y Justicia, Notario Mayor del Reino, cumpliendo con el protocolo fúnebre, preguntó en voz alta al marqués de Alcañices, Jefe Superior de Palacio, ante el féretro abierto: “¿El cadáver que está presente es el de Su Majestad el Rey Don Alfonso de Borbón y Borbón, que en gracia esté?”. “¡Sí, lo es!”, respondió el Marqués de Alcañices, quien recogió las llaves de la caja tras ser cerrada. Contaron los cronistas que Seis Grandes de España -entre ellos el Conde de los Llanos y el Marqués de Salamanca- levantaron el féretro y lo llevaron sobre sus hombros a través de las distintas cámaras de Palacio. Tras bajar la escalera principal, introdujeron la caja en el coche-estufa, que esperaba en la puerta de honor del Palacio.

Aquel coche-estufa tenía forma de urna, con seis ventanas circulares de cristal a los lados. Lo remataba una gran cruz y en la parte anterior había una gran corona sostenida por dos castillos y dos leones. El coche estaba cubierto de terciopelo negro y tenía flecos de oro a sus costados. Su interior era también dorado. Era el coche fúnebre para un Rey. Iba tirado por ocho caballos negros de Aranjuez lujosamente enjaezados, con gualdrapas y penachos negros, conducidos por un cochero, un delantero y seis palafreneros, todos con federicas y latiguillos y con medias y guantes negros.

Todo estaba preparado para iniciar el desfile hacia Madrid, la Corte de las Españas, donde el Rey difunto haría una breve parada en el Palacio Real para permitir el adiós de su pueblo. En el Real Sitio de El Pardo quedaban los llantos, los ecos de los estampidos de los cañones, el tañer de las campanas y las cornetas de los cazadores. Aquella mañana la describieron los cronistas como “gélida y desolada” y relataron también cómo la niebla que cubría el camino hacia Madrid fue tragándose la Real y triste marcha.

Cabeza yacente del Rey durante su exposición en Palacio.

El desfile fúnebre

En aquel cortejo no faltaba nadie: Guardas del real Sitio, carruajes con Grandes de España, Clero, ayudantes del Rey, Gentiles Hombres, Mayordomos de Semana, servidores de la Casa Real con hachas encendidas, Real Cuerpo de Alabarderos, batidores, escoltas, caballerizos, correos, el Regimiento de Lanceros de la Reina....

El gentío se extendía en interminables filas más allá de la puerta de La Moncloa. La primera parada se produjo frente a la iglesia de San Antonio de la Florida, donde, tras un responso, se incorporaron al duelo más autoridades del Clero, comisiones del Tribunal Supremo, de la Audiencia, Juzgados, Diputación Provincial y Ayuntamiento. Salió el sol y sus rayos se reflejaban en los acerados cascos de los hombres de armas que acompañaban el desfile. En todos los edificios del Estado ondeaba a media asta y con gasas negras la bandera de España. La comitiva continuó su marcha bajo los balcones que los madrileños habían adornado con colgaduras negras. Mientras, desde el Campo del Moro y los altos de Príncipe Pío tronaban las salvas de cañones.

La Guardia Civil de a caballo se esforzaba por contener la muchedumbre que llenaba los paseos de La Florida y San Vicente, las calles de Bailén, la Plaza de Oriente y de la Armería. Sobre las ramas de los árboles sin hojas se encaramaban hombres y chiquillería, y multitud de personas esperaba la llegada del cortejo subida a las estatuas y las verjas de la Plaza de Oriente.

El desfile paraba de vez en cuando para dar descanso a quienes lo acompañaban a pie. Durante todo el camino, las gentes se descubrían al paso del coche-estufa y las mujeres lloraban agitando sus pañuelos. Llegó la numerosísima marcha al Palacio Real y así la describieron quienes luego lo relataron: “Sobre el carro fúnebre vuelan unas palomas negras. Pasa la Reina viuda, cubierta con un manto, en el fondo del coche, esquivando las miradas de la multitud, mientras que la princesita mira curiosa por las ventanillas al gentío. Siguen, en otro coche, la madre y las hermanas de Don Alfonso, llorosas y enlutadas”.

La Cama Imperial

Aquel día 27, la capilla ardiente se instaló en el Salón de Columnas. El féretro fue colocado sobre la grandiosa Cama Imperial, de dos metros de largo por cuatro de alto y recubierta de damasco amarillo y bordados y realces de plata. Abierta la caja, volvió a verse el rostro de don Alfonso. Entre las manos sostenía el crucifijo de plata y, rodeado de un mechón de cabellos, el retrato por él preferido de Doña María Cristina, que la misma reina colocó sobre el cadáver. En un almohadón, a la derecha del féretro, se colocaron la corona y el cetro, y en otro, a la izquierda, el casco, la espada y el bastón real. Quedaron custodiando el cadáver dos Monteros de Espinosa a la cabecera del arca y otros dos a los pies. Al día siguiente, 28 de noviembre, Alfonso XII habría cumplido 28 años. Por la mañana se celebró una misa solemne y el resto del día continuaron llegando ingentes cantidades de flores y coronas de representantes de toda España y Europa.

Desde primeras horas del día 29 de noviembre, en la Puerta del Príncipe y en los arcos de la Plaza de la Armería, miembros del orden público y soldados de caballería intentaban contener las oleadas de gente que esperaban poder entrar a Palacio para despedir a su desafortunado Rey. El jefe de Seguridad de Palacio intentó evitar desgracias y dio orden de que sólo se permitiera la entrada por pelotones de doscientas o trescientas personas. Pero los intentos por ordenar a la multitud no surtieron efecto. A las diez de la mañana se abrieron las verjas y más de 3.000 personas se abalanzaron corriendo hacia la puerta de palacio. Una mujer cayó al suelo y fue pisoteada, pero no pasó de ahí la desgracia. A las cinco de la tarde se cerró la entrada, después de que hubieran desfilado miles de personas, en su mayoría mujeres, ante el cadáver de Alfonso XII. A las once de la noche se cerró, soldó y selló en presencia del Duque de Sexto el ataúd de zinc con los restos del monarca. La reina continuó aquella noche velando a su marido.

La mañana del día 30 se presentó nublada y fría. De nuevo se puso en marcha la numerosa comitiva camino de la Estación del Norte. Los andenes no podían albergar a todos los que querían despedir al Rey en su último viaje. El tren especial, que arrastraba la locomotora Guimarcondo, esperaba a que se desenganchasen los caballos y se subiese y asegurase el coche-estufa en la plataforma enlutada. Comenzó a sonar la marcha real, tronaron los 21 cañonazos, la locomotora vomitó vapor, sonó el silbato, crujieron las cadenas...

Hasta ese momento la multitud había guardado silencio, pero el Rey se iba y hubo una inmensa aclamación de despedida. La Reina continuó llorando la pérdida de su marido en el Palacio. Desde sus ventanales, acompañada de sus hijas, siguió la marcha del cortejo y no se retiró hasta que el tren desapareció en las revueltas del camino que conduce al Monasterio de El Escorial, el definitivo descanso de Don Alfonso XII.

El coche-estufa que transportó a Alfonso XII, en la plataforma del tren especial que lo llevó desde la estación del Norte hasta El Escorial.

El Escorial

San Lorenzo de El Escorial recibió al Rey difunto con la misma solemnidad que lo despidió Madrid. Ante la puerta principal del Monasterio los frailes de la comunidad agustina, con hábitos negros y hachas encendidas esperaban al Monarca. Llegó Don Alfonso a hombros de sus servidores y cruzó el umbral para ser depositado sobre una mesa cubierta de un paño de brocado preparada en el zaguán, debajo de la biblioteca.

Los cronistas reprodujeron las palabras textuales que leyó el ministro de Gracia y Justicia en nombre de la Reina al hacer entrega del cadáver a los agustinos: “Venerables y devotos Padre Rector y religiosos del Real Monasterio de San Lorenzo. Habiéndose Dios servido de llevarse para sí al Rey mi señor, que en gracia esté, el miércoles 25 del corriente a las ocho y tres cuartos de la mañana, he mandado que el marqués de Alcañices, su mayordomo mayor y jefe superior de Palacio, vaya acompañando su real cuerpo y os lo entregue.”  “Y así os encargo y ordeno le recibáis y le coloquéis en el lugar que le corresponda; y de la entrega se hará por escrito el acta que en semejantes casos se acostumbre. Palacio de Madrid, 28 de noviembre de mil ochocientos ochenta y cinco. Yo, la Reina.”

El marqués de Alcañices, siguiendo con el protocolo, abrió la caja superior, mientras el ministro de Gracia y Justicia preguntó:  “Monteros de Espinosa, ¿juráis que el cuerpo que contiene la presente caja es el de Su Majestad el Rey Don Alfonso XII de Borbón y Borbón, el mismo que os fue entregado para su custodia en el Real Palacio en la tarde del día 27 último?”.

“Sí, es el mismo”, respondieron.

“¡Juradlo!”, conminó el marqués.

“¡Juramos!”, dijeron los Monteros a una voz.

De nuevo a hombros de ocho palafreneros, el ataúd fue transportado al interior del templo, hasta el catafalco erigido en el crucero de la iglesia. Allí se celebró la misa, oficiada por el obispo de Madrid Alcalá. Tras finalizar los oficios, Grandes de España y gentiles hombres de cámara bajaron el féretro por la escalera hasta el centro del Real Panteón, donde fue descubierto por última vez el perfil de Don Alfonso. Se continuó allí con el protocolo establecido, un tanto chocante visto más de cien años después. Consistió en que el Montero Mayor llamó al monarca en voz alta: “¡Señor!... ¡Señor!”. Otro tanto hizo el jefe de Alabarderos: “¡Señor!... ¡Señor!... ¡Señor!”, para luego decir “Pues que Su Majestad no responde, verdaderamente está muerto”. Acto seguido rompió en dos pedazos su bastón de mando y lo arrojó a los pies de la mesa donde reposaba el Rey.

El ministro de Gracia y Justicia preguntó entonces:  “Reverendo Padre Rector y Padres aquí presentes, ¿reconocen vuestras paternidades el cuerpo de Su Majestad el Rey Don Alfonso XII de Borbón, que conforme al estilo y la orden de Su Majestad la Reina, que dios guarde, Regente del Reino, que os ha sido dada os voy a entregar para que lo tengáis en vuestra guardia y custodia?”.“Lo reconocemos”, contestaron, y allí se firmó el acta de entrega sobre una mesa colocada a la derecha del túmulo y el marqués de Alcañices volvió a cerrar la caja y entregó las llaves al Padre Prior “...terminando la ceremonia a las cuatro de la tarde. Real Sitio de San Lorenzo de El Escorial, a 30 de noviembre de mil ochocientos ochenta y cinco. En testimonio de verdad”.
Allí quedó para siempre el Rey joven, en medio de un silencio roto sólo por los lloros de sus leales servidores y por los cañonazos que, a cada momento, hacían temblar los muros del Monasterio.